Después de 10 días de traducir sin reposo, le entrego un documento de más de 150 páginas a mi jefe sobre la arqueología y el arte del Ecuador. Me responde así: “¿Podrías escribir un texto relatando tu experiencia de la traducción del texto?” ¿Qué? ¿Quieres más? Pensé. Pero después de tantos días de estar encerrada en mi cuarto trabajando, rodeada de restos de bolsas de té negro y recibos de comida “para llevar” en el escritorio, y después de tener abandonado al único amigo que me acompañaba durante esos 10 días –la colchoneta de yoga– decidí que sería una buena oportunidad para compartir un poco sobre lo que suele ser una experiencia bastante solitaria: la vida del traductor.
Entonces, aprovecho estas líneas para compartir un poco sobre mi experiencia con esta traducción, sobre qué aprendí y sobre qué me gustó y qué no me gustó.
Este proyecto fue especial para mí porque tenía que ver con mi área de conocimiento y mi especialización: la antropología. ¡Por fin! ¡Una antropóloga que pone a trabajar a su carrera! A pesar de ser licenciada en antropología, había muchos términos pero muy específicos, e igual tocó hacer muchísima investigación. Pero gracias a los recursos en línea (como los museos importantes en línea y las previas investigaciones bilingües sobre la arqueología en el Ecuador) y al contacto que mantengo con mis colegas de la universidad (anteriores profesores, un arqueólogo-antropólogo y una antropóloga-artista-museóloga) tuve más que suficientes recursos como para descifrar las diferencias (visual y lingüística) entre una olla, una vasija, un cuenco y un cántaro, sin olvidar las jarras.
El proceso me ayudó a reafirmar lo ancladas que están las palabras en la realidad. Por ejemplo, el proceso de aprender a identificar las distintas cerámicas (lo que me hizo recordar de las visitas a los museos cuando era joven): ¿olla con base anular? ¿Por qué siquiera mencionar la base anular si lo estoy viendo con mis ojos? Porque al nombrarlo estamos declarando una realidad. Estamos reconociendo la habilidad de una cultura de idear la base de una olla, de hacerla y luego –al observar cómo las otras formas cambian– establecer el testimonio de que las ideas evolucionaron.
Sobre lo que me puedo quejar de esta traducción es algo sobre el cual siempre me voy a quejar: la longitud de las oraciones españolas. Cuando recién estaba aprendiendo español, pensé que esta característica era algo propia de la literatura. Luego, la encontré en toda clase de texto: en documentos legales, en textos científicos, cartas de presentación, posts y comentarios de Facebook, noticias, resúmenes de artículos de investigación, etc. Es común que una oración en español se divida en dos oraciones en inglés, o hasta a veces tres. Aparte de esto, investigar sobre terminología específica es una de las cosas que más me toma tiempo en una traducción, y este documento no era en nada diferente.
Por último, tengo que rendir homenaje a mi jefe, Benjamin. Cómo traductora, es fundamental tener alguien con quien compartir dudas sin sentir que lo estás agobiando. Jamás se ha quejado de una pregunta que le hice, siempre responde dentro de una hora (muchas veces hasta dentro de 15 minutos) y muchas veces entramos a un diálogo donde es muy abierto a discutir las diferentes soluciones que encontramos. A través del interés que toma con mis preguntas y por haber compartido oficina con él, sé que es más comprometido al proceso, al arte y a la ciencia de traducir, al aprendizaje, al cliente, a sus empleados y a un buen café que al pago que recibe después de un trabajo. Sin este apoyo, no creo que la traducción hubiera salido igual y el proceso hubiera sido aún más solitario y menos divertido.
Espero que estas líneas les hayan dado una pequeña idea de lo que experimenté al traducir un documento muy especializado de español a inglés: una investigación cuidadosa y profunda, diálogo, contacto con los colegas, oraciones largas y demasiado tiempo encerrada.
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